martes, 20 de septiembre de 2011

Un trocito del viaje de Clara


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Llegó el día en el que se despertó enredada de las rastas de otro tipo del cual no recordaría el nombre, y se decidió a no follar más. Ya lo estaba haciendo por inercia y hacía tiempo que la cercanía fugaz de otro cuerpo y la penetración dentro del suyo de alguien recién conocido no le llenaba nada. Y como tantas otras veces, sin despedirse de nadie, se hizo la mochila y se fue.

Con un ojo perdido en el mar, y el otro siguiendo la carretera, el pueblo verde fue alejándose de su realidad. En la retina quedaron los reflejos de los bosques, la maleza, los perros, del Guapo bailando y vendiendo cocos, del abuelo tuerto que fermentaba vinagre de banana en su jardín, y de las curvas con baches y lodo que manchaban bicicletas y piernas. El bus paró, subió un señor mayor con camisa de cuadros. Balanceó por el pasillo con bolsas de plátanos y papas y se sentó al lado de Clara. Ella intentó dejarle más espacio para todas sus bolsas y el señor sonrió. -¿Usted viaja sola? Qué Dios le bendiga, verdad. - Tres dientes le faltaban y a Clara le hubiese encantado poder llevarse consigo la sonrisa de su acento. De hecho, en el momento, la cogió con cuidado entre las manos y en silencio la colocó en un pequeño bote de cristal, que guardaba en el fondo de la mochila. El señor se bajó en medio de la carretera, en algo que podría haber sido una parada, y Clara observó como se desembarazó de arbustos dirigiéndose hacia una casa que supuso era su hogar.

Al día siguiente Clara se despertó ante otro mar. Le dolía el cuerpo y los ojos no sabían hacia dónde mirar. Estaba recostada sobre la mochila en una especie de roca, tenía el bosque de respaldo y el mar de pantalla. Se inclinó hacia adelante mirando hacía abajo; si se tiraba seguramente se golpearía con una piedra. Algo le llamaba desde ahí. Como si fuera un imán entre dos polos, sintió una fuerza atrayente desde abajo, a la vez que algo invisible la estiraba hacía arriba. Permaneció inmóvil. Se mareó, pero consiguió pensar que no se quería morir. Veía la marea y el sol, que poco a poco se convertía en luna. Pasaron unos instantes o unos días así. Por fin sintió frío. Y empezó a caminar.

Caminó. El frío lentamente se convirtió en sudor. Ella sólo podía ser pies que no se detenían. El bosque era verdes: verde sensible, verde oscuro, verde claro, verde silencioso; verde en el viento . Nada era más importante que los pasos y los diferentes tonos de color. Ella sabía que se moriría si se paraba. Verdes. Y siguió caminando. Era latidos y respiración. No había lugar a las palabras. Paró de formular ideas. Solo caminaba. Verde cantar. Gritos verdes. Venían desde muy, muy adentro. Cruzando ríos, se bañó con la ropa puesta y el sol le secó y siguió caminando. Sonidos y olores de otros tiempos parecían aparecer entre las ramas: un abrazo de su madre, una canción de la abuela y su baile en el salón, la piel arrugada y pálida con miles de lunares, el olor a jabón de pastilla que utilizaba y los versos de los cuentos que contaba. Entre musgo y hojas inmensas olió al perfume de su primer amor, sintió el ritmo del único viaje que habían hecho juntos en tren. El paisaje les miraba desde fuera sin decirles cómo hacer para seguir el viaje juntos. Ella se había bajado en una estación en el sur y él había seguido la ruta hacía el norte.
Venían imágenes de aquel pueblo en la montaña donde se había quedado colgada por última vez: el arco iris, el olor a café, la artesanía y los perros que corrían libres en la calle, la mirada del duende y sus manos entrelazadas, el hueco que dejó su abrazo y todo lo que aún pensaba podría haber crecido entre espacios, si los ojos hubieran mirado más allá.

Descansó un momento fascinada por las hormigas que iban en fila cada una arrastrando una enorme hoja. Seis piernas en movimiento. Un conjunto armonioso de tranquilidad, constancia y labor. Clara imaginó que al final del día las hormigas se tomarían algo dulce antes de reposar. Unas risas y buenas noches. Quién sabe si las hormigas se enamoran, si tienen sueños incumplidos, caparazones que ya no les caben, muros que ya no les separan de si mismas y el mundo; Quién sabe si tienen deseos de volar.

Siguió caminando. Acorralada por el verde. Sola y plena de silencios. Los animales invisibles gritaban a lo lejos. Aullidos desconocidos. Clara absorbía los susurros, los sonidos que cada vez se le hacían más conocidos. Algo crujía bajo sus pies a cada paso. Llegó a un río donde se quitó toda la ropa y se sumergió en el agua helada. Allí abajo el mundo se veía diferente. Sólo había piedras y oscuridad y un frío que le llegaba hasta los huesos. Se secó al aire. Estirada desnuda en la hierba de repente notó una presencia extraña y abrió los ojos. Allí, en su brazo extendido parpadeaba una mariposa. Azul. Se quedaron las dos en silencio y tal como había venido se volvió a ir. Volando. Y Clara continuó el camino, percibiendo los verdes y lo que brillaba entre las hojas. Llegó a otro río y cuando estaba a punto de resbalar sobre una piedra vio que allí mismo alguien había dejado un tronco que llegaba de un lado al otro. Sonrió y cruzó el río balanceando. No se mojó y siguió andando. Oyó un pájaro que abandonó su nido para irse más lejos.
Los verdes cambiaban de tono, oscurecía en el bosque y un mantel estrellado se extendió sobre ella y sobre las copas de los árboles. Y fue entonces cuando supo entender la confusión. Ella no era él y él no era ella. ¿Tan simple? Ya no quiso ver más y se tumbó debajo de un árbol y cerró los ojos.

Se despertó al alba. El amanecer exprimía la humedad y unos silenciosos rayos de sol le hacían cosquillas en los ojos. Se levantó, intentó entender desde donde venía y hacia donde seguiría, pero enseguida se dio cuenta de que sus pies ya habían empezado a andar en una dirección determinada.

(...)