sábado, 29 de octubre de 2011

Bailándole al agua


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Desde la ventana de la calle Melancolía el escritor se imagina a la curiosa pintora, sin mapa y con el sudor en la frente, subiendo las escaleras hacia la plaza de los vinos y la bodeguita del medio. Se abre camino entre niños y caballos y alguien le saluda desde un balcón. El lugar huele a tinta. Es como si allí se respirara la necesidad de expresar todo aquello que está al acecho detrás de cada puerta, de cada mirada. Una necesidad profunda de dejar brotar y florecer las semillas que reposan bajo la piel. El escritor cierra los ojos y reconoce esa lucha contenida en el aire espeso a punto de explotar. En su mente se oye un estallido de confeti inspirador, que va llenando los suelos y las paredes de aventuras escandalosas...

martes, 20 de septiembre de 2011

Un trocito del viaje de Clara


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Llegó el día en el que se despertó enredada de las rastas de otro tipo del cual no recordaría el nombre, y se decidió a no follar más. Ya lo estaba haciendo por inercia y hacía tiempo que la cercanía fugaz de otro cuerpo y la penetración dentro del suyo de alguien recién conocido no le llenaba nada. Y como tantas otras veces, sin despedirse de nadie, se hizo la mochila y se fue.

Con un ojo perdido en el mar, y el otro siguiendo la carretera, el pueblo verde fue alejándose de su realidad. En la retina quedaron los reflejos de los bosques, la maleza, los perros, del Guapo bailando y vendiendo cocos, del abuelo tuerto que fermentaba vinagre de banana en su jardín, y de las curvas con baches y lodo que manchaban bicicletas y piernas. El bus paró, subió un señor mayor con camisa de cuadros. Balanceó por el pasillo con bolsas de plátanos y papas y se sentó al lado de Clara. Ella intentó dejarle más espacio para todas sus bolsas y el señor sonrió. -¿Usted viaja sola? Qué Dios le bendiga, verdad. - Tres dientes le faltaban y a Clara le hubiese encantado poder llevarse consigo la sonrisa de su acento. De hecho, en el momento, la cogió con cuidado entre las manos y en silencio la colocó en un pequeño bote de cristal, que guardaba en el fondo de la mochila. El señor se bajó en medio de la carretera, en algo que podría haber sido una parada, y Clara observó como se desembarazó de arbustos dirigiéndose hacia una casa que supuso era su hogar.

Al día siguiente Clara se despertó ante otro mar. Le dolía el cuerpo y los ojos no sabían hacia dónde mirar. Estaba recostada sobre la mochila en una especie de roca, tenía el bosque de respaldo y el mar de pantalla. Se inclinó hacia adelante mirando hacía abajo; si se tiraba seguramente se golpearía con una piedra. Algo le llamaba desde ahí. Como si fuera un imán entre dos polos, sintió una fuerza atrayente desde abajo, a la vez que algo invisible la estiraba hacía arriba. Permaneció inmóvil. Se mareó, pero consiguió pensar que no se quería morir. Veía la marea y el sol, que poco a poco se convertía en luna. Pasaron unos instantes o unos días así. Por fin sintió frío. Y empezó a caminar.

Caminó. El frío lentamente se convirtió en sudor. Ella sólo podía ser pies que no se detenían. El bosque era verdes: verde sensible, verde oscuro, verde claro, verde silencioso; verde en el viento . Nada era más importante que los pasos y los diferentes tonos de color. Ella sabía que se moriría si se paraba. Verdes. Y siguió caminando. Era latidos y respiración. No había lugar a las palabras. Paró de formular ideas. Solo caminaba. Verde cantar. Gritos verdes. Venían desde muy, muy adentro. Cruzando ríos, se bañó con la ropa puesta y el sol le secó y siguió caminando. Sonidos y olores de otros tiempos parecían aparecer entre las ramas: un abrazo de su madre, una canción de la abuela y su baile en el salón, la piel arrugada y pálida con miles de lunares, el olor a jabón de pastilla que utilizaba y los versos de los cuentos que contaba. Entre musgo y hojas inmensas olió al perfume de su primer amor, sintió el ritmo del único viaje que habían hecho juntos en tren. El paisaje les miraba desde fuera sin decirles cómo hacer para seguir el viaje juntos. Ella se había bajado en una estación en el sur y él había seguido la ruta hacía el norte.
Venían imágenes de aquel pueblo en la montaña donde se había quedado colgada por última vez: el arco iris, el olor a café, la artesanía y los perros que corrían libres en la calle, la mirada del duende y sus manos entrelazadas, el hueco que dejó su abrazo y todo lo que aún pensaba podría haber crecido entre espacios, si los ojos hubieran mirado más allá.

Descansó un momento fascinada por las hormigas que iban en fila cada una arrastrando una enorme hoja. Seis piernas en movimiento. Un conjunto armonioso de tranquilidad, constancia y labor. Clara imaginó que al final del día las hormigas se tomarían algo dulce antes de reposar. Unas risas y buenas noches. Quién sabe si las hormigas se enamoran, si tienen sueños incumplidos, caparazones que ya no les caben, muros que ya no les separan de si mismas y el mundo; Quién sabe si tienen deseos de volar.

Siguió caminando. Acorralada por el verde. Sola y plena de silencios. Los animales invisibles gritaban a lo lejos. Aullidos desconocidos. Clara absorbía los susurros, los sonidos que cada vez se le hacían más conocidos. Algo crujía bajo sus pies a cada paso. Llegó a un río donde se quitó toda la ropa y se sumergió en el agua helada. Allí abajo el mundo se veía diferente. Sólo había piedras y oscuridad y un frío que le llegaba hasta los huesos. Se secó al aire. Estirada desnuda en la hierba de repente notó una presencia extraña y abrió los ojos. Allí, en su brazo extendido parpadeaba una mariposa. Azul. Se quedaron las dos en silencio y tal como había venido se volvió a ir. Volando. Y Clara continuó el camino, percibiendo los verdes y lo que brillaba entre las hojas. Llegó a otro río y cuando estaba a punto de resbalar sobre una piedra vio que allí mismo alguien había dejado un tronco que llegaba de un lado al otro. Sonrió y cruzó el río balanceando. No se mojó y siguió andando. Oyó un pájaro que abandonó su nido para irse más lejos.
Los verdes cambiaban de tono, oscurecía en el bosque y un mantel estrellado se extendió sobre ella y sobre las copas de los árboles. Y fue entonces cuando supo entender la confusión. Ella no era él y él no era ella. ¿Tan simple? Ya no quiso ver más y se tumbó debajo de un árbol y cerró los ojos.

Se despertó al alba. El amanecer exprimía la humedad y unos silenciosos rayos de sol le hacían cosquillas en los ojos. Se levantó, intentó entender desde donde venía y hacia donde seguiría, pero enseguida se dio cuenta de que sus pies ya habían empezado a andar en una dirección determinada.

(...)

jueves, 31 de marzo de 2011

tejer I


Creo que estoy tejiendo
creo que estoy haciendo un jersey de lana,
para ti.
Lo llevo puesto
a veces es difícil saber si hago o deshago.
Creo que la habitación donde estoy ya no es mía
sé que las baldosas están frías y que mis pies te añoran.
Creo que hay alguien llamando a la puerta,
creo que sigo con el punto
si de verdad quiere entrar, encontrará la manera.
Sé que estamos jugando a escondite
pero nunca me encuentras, porque quien está allí,
con el rostro que en su día se presentó como el mio,
o que algún día se reconocerá como el tuyo,
es difícil saber si ahora no está, o sí.

"Intimidades domésticas II" Flavia Gargiulo

tejer II


Me pregunto quién compró la tela
me pregunto quién me está mirando desde el portal y a quién veo por la ventana
Qué habrá bajo de todos esos tejados,
qué hay debajo de la tela
El suelo sigue frío
aunque el aire dice que ya llegó la primavera.
Me estoy vistiendo,
tengo un ramo de flores en la nevera
Es la una y a las tres hemos quedado donde los juzgados
No me acuerdo con quién me caso,
no sé quién compró la tela.
Los ojos siguen abiertos, por no pincharme,
por no mancharme de sangre
La aguja se mueve sola
estamos tejiendo el tiempo, y no hay nadie
que me diga con quién me caso
y porqué en primavera
El suelo sigue frío
Y el ramo de flores me está llamando desde la nevera.

Ilustración (sin la cual no hubiera exisitido este cuentecito): Flavia Gargiulo

domingo, 9 de enero de 2011

Un tango dulce

Hoy, igual que ayer, llueve en el mar. Tengo un paraguas azul y el camarero un mandil rojo. Son las once de la mañana y ya llevo tres cafés y un pequeño mareo. Pido un cortado del camarero del mandil rojo y le devuelvo en seguida el sobre de azúcar. Porque es engañarse ponerle dulce a algo que por su naturaleza es amargo, le explico con voz de niña buena y sin ironía. El camarero dice que solo uno mismo puede eligir tragar amargura o ponerle algo de dulzura a las cosas para suavizar el sabor. Es igual, la úlcera viene de todas maneras, le digo y le miro casi con desprecio. Sigue lloviendo en el mar, y me imagino el paraguas azul y el mandil rojo bailando un tango en el puerto.

Sumergida

Sometida a la noche,
sumergida en la suavidad vislumbrada por instantes
me dejo ser cuerpo que palpita a tu ritmo
Salvada por la oscuridad y la locura de la luna
me dejo ser ser salvaje
hasta que no puedo más.

Suspendida por mis propios juicios
me levanto, me ducho, me limpio las huellas de ti.
Sustituida por alguien que te sabe amar
me huyo de mi.

miércoles, 5 de enero de 2011

dibujar (hace tanto que no escribo...)


Soy dibujo sin rostro
Cada vez que me dejas empiezo de cero y cuento hasta cien y exprimo un esbozo sobre un lienzo en blanco
Esta vez con poco color
me pinto, inventando contornos donde creo entender que acabo yo y empieza
el mundo
luego cuando tocas la puerta casi siempre te dejo entrar
y otra vez somos Un cuerpo que llora
y las líneas flotan, los bordes no existen, los límites no permanecen
en este mundo
Y te cansas de nuestras lágrimas y te vuelves a ir
no sé dónde paras, dónde te pintas sin mi
Soy espiral sin rostro, sin ti
Me dibujo sobre un lienzo blanco
Mi mundo
es dibujo

de silencio y espera.

"Intimidades domésticas III" Flavia Gargiulo