lunes, 30 de marzo de 2009

Primavera en Barcelona

Querido Señor Periodista del País, para imaginarse figuras en el cielo no es necesario haber conocido el paraíso. Basta que nunca dejemos de contar, que nunca dejemos de reformular la subjetividad en trazos e historias, que no dejemos de transformar la irrealidad en futuros reales. Adornamos la realidad, si quieres, si yo quiero, nos disfrazamos y jugamos a realismo mágico, damos espacio a la lógica de los sueños. Para ver en el cielo un horizonte y un barco que está llegando a su destino final sólo hace falta estar enamorado, y sabemos que las nubes no traen lluvia, son mensajeros de felicidad. Así que, Señor Periodista del País, esta tarde, si puedes, cógela libre, llévate una manta y un termo de té, túmbate en un parque o en una roca si te encuentras cerca del mar. Reposa los ojos, refléjalos en el cielo. Las nubes son personajes, escucha, te están contando sus historias, súbete a su escenario y déjate flotar en el cielo entre islas momentáneas de felicidad.



Hay sofás sobre ruedas, señores invidentes en monos rosas que venden la once. Tocará suerte. Hay un hotel de lujo, al lado de caras rotas que han traído sus recuerdos a esta calle. Y hay colores que son la ropa que está tendida en un balcón - una ventana abierta a una de todas estas vidas. Un hotel de lujo y una facultad de letras sobre el lugar donde antes había un bar con un patio, jardín y fuentes, donde yo vestía en blanco sobre una piel morena; por primera vez te había sentido.

Hay piernas que caminan rápido y caras voladoras que imprimen, impresan y se quedan grises de polución - cumplirán sueños con los años, pero todavía no lo saben. Ahora caminan y otro cigarro y están quemados, la ciudad es un cenicero, dejamos huellas. Hay otros cuerpos que exprimen todo, colorean las calles, y minifaldas y dentro algo que se vende. Otros expresan, lágrimas caen, mojan las sabanas de frustración y amor. Son almacuerpos que renacen cada vez que respiran, son el suspiro de Dios y se dejan criar. En un lugar al lado del mar. La ciudad es un cuerpo que palpita, el cielo luce, las olas tiemblan y las montañas son su piel de gallina. Es primavera y como lagartijas giramos los cuerpos hacia el sol, quitamos capas, quitamos pieles, y alguien se deja tocar.



El ruido me taladra el cuerpo hasta llegar al sueño, la ciudad no duerme nunca. Bajo a la calle a buscar el desayuno y algo que me dejé allí hace tiempo. La primavera me deja ir en chanclas y en jersey, sudo y tengo frío en los pies. Ya están tomando un carajillo en el bar y entra luz sobre el adoquín y salto entre los rayos de sol, juego a no pisar las líneas, como niña, como si fuera el callejón la rayuela, como en la película de Jack Nicolson que toca el piano y se deja enamorar. El barrio respira un momento: entre el alba y las preguntas hay un silencio extraño.

martes, 3 de marzo de 2009

Vías congeladas y un globo volando

Estaban todos esperando el tren, llevaba una hora de retraso. Los raíles se habían congelado, la ciudad estaba paralizada por el frío, ella tiritaba y quería volver a su país. Los bigotes de los señores parecían estalactitas y las señoras caminaban con clavos en los zapatos para no caerse, los niños disfrutaban de tirarse sobre el hielo, dejarse resbalar y someterse en los montones de nieve. Cada suspiro creaba una nube de humo alrededor de gorros y bufandas de multicolor. La escena era una postal navideña del país de Papa Noel, faltaban tres días para la navidad y ella iba a volver a su familia al otro lado de Europa. Quería buscar la cámara y hacerles una foto pero tenía las manos escondidas en los bolsillos y le daba miedo sacarles fuera por si se congelaran. Por si se congelaran igual que los raíles y se quedaría retrasada allí en esa ciudad del norte donde había venido a parar unos meses o unos años de su vida. Se despedía sola, nadie le había acompañado a la estación, pero creía que lo prefería así. El tiempo había parado, las nubes volaban altas altas ese día de diciembre, y las miradas se perdían hacía el final o el inicio de esa vía donde el tren nunca llegaba. El reloj de la estación les observaba y controlaba que el alba no se transformara en día, para no hacerles perder las conexiones a sus destinos. Cada uno su destino y ella no dejaba que las lagrimas le mojaran las mejillas, por dentro caían gotas de hielo y algún día las descongelaría en un país con más sol. De repente vio allí en lo alto, donde las nubes de algodón jugaban, un globo solo y amarillo volando y viniendo hacía ella. Y aún más de repente se veía colgando de la mano en una cuerda fuerte y la maleta en la otra mano. Y veía los tejados nevados, la iglesia, el kiosco de las magdalenas, el teatro donde había cantado, el banco donde se habían besado, el río donde daban migas a los patos, los puentes por donde se reían en bicicleta y el tren que venía lentamente desde lo lejos. Como si estuvieran todas hechizadas por el frío y ese amanecer eterno, las cabezas de esa gente paciente dieron un giro hacía arriba y vieron a una chica, un globo y una maleta volando hacía las nubes y hacía otro país; el ruido del tren se acercaba y se despedían.

Una despedida

Quedo congelada entre dos pilares en la estación: un autorretrato de ese momento. He regresado por unos días y otra vez dejo el lugar que antes era el único hogar que conocía. Donde salió mi primera sonrisa, donde di mis primeros pasos. La mirada fija en las raíles donde todavía no llega el tren. Y luego las mismas vistas, el lago congelado, los arboles que aguantan bajo nieve mojada. Disfrazados de blanco, y yo tengo frío, estoy llena y vacía y preguntándome qué viene ahora. Hay un eco de otro tiempo rodeando por los huecos de mi cuerpo y es cuando necesito huirme en otra música. Desaparezco con las canciones, vuelo, viajo. La salida de emergencia está cerca y me quiero ir, pero las escaleras están cortadas y aunque dicen que no debería cojo el ascensor y allí hay alguien. Es un sueño. El ascensor de repente se para antes del séptimo piso, en un espacio entre dos planos, algo que no existe. Se nos acaba el aire y el alguien me presta su aliento con un beso y no le conozco. Me veo en el espejo, distingo mi cuerpo del suyo y soy la misma persona que aquella niña que tomó sus primeros pasos con la mano agarrada del dedo de mi madre. Mi madre vestida en una camiseta de rayas de los años setenta y con el mismo peinado que yo llevo ahora. Me conocía desde siempre. Medio enredadas en un cordón umbilical, hasta hace poco que intentamos dejarnos sueltas. Y por eso siempre estoy de camino, veo su reflejo en las ventanas del tren, pasamos su pueblo y me estoy acercando al aeropuerto y la vida está llena de despedidas.